viernes, 25 de mayo de 2012

Esos locos bajitos: crónica de una voluntaria en La Cava


Bajé del colectivo con el presentimiento de que estaba llegando tarde. Así era. Miré el reloj y noté que tenía diez minutos para hacer veinte cuadras: casi una misión imposible a esta hora del día, con el cansancio de la semana encima.

Finalmente llegué, abrí la puerta y noté que me estaban esperando. Había dentro unos veinticinco chicos de entre 9 y 16 años, todos callaron y clavaron la mirada en mí. Me escudriñaron, me midieron y pronto regresaron a las actividades de siempre. Saludo previo, comenzó la charla inicial.

Una mujer de unos treinta y pocos años me estaba esperando. Morocha, robusta. Me hizo notar la tardanza, pero me excusó al instante cuando supo que había tenido dos horas de viaje. “A ver, te explico, a las seis empiezan las actividades, a las siete hacemos un pequeño recreo, les damos la leche y a las ocho termina. Justo antes de que llegaras estábamos hablando de algunas cosas que están pasando en el barrio, ya te vas a enterar. Ahora cuando quieras buscate dos chicos de cualquier aula y empezá, cualquier cosa que necesites me llamás”, explica Claudia, la coordinadora del centro.

Claudia es una mujer fuerte, se le nota en los ojos. Años de docencia y trabajo con menores la han convertido en una luchadora, sabe muy bien a lo que se enfrenta y no tiene miedo. Paradójicamente, es a la vez una incansable madre, una mujer que reboza de amor por los ‘pibes’: los cuida, los reta y a la vez les da cariño.

Sé que me estoy adentrando en una familia. Aunque muchos de los voluntarios son nuevos, algunos extranjeros, el ambiente recuerda un poco al colegio y un poco a las casas de pueblo, llenas de bajitos corriendo al calor de una estufa que lentamente prepara una leche para compartir. La excepción es que estos bajitos son distintos: viven realidades de lo más disímiles, algunas muy crueles, otras casi increíbles, pero sin embargo están allí, y hacen un esfuerzo por aprender. O por estar fuera de casa, ya no sé.

“¿Quién quiere venir a estudiar conmigo?” Pregunté en una mesa que tenía sólo dos profes y varios chicos. “Necesito dos”, aclaré, sin conocer aún mis capacidades como voluntaria en el hogar. Varias chicas levantaron la mano. “Dos”, repetí, entre asustada y contenta porque realmente no sabía cómo iban a reaccionar.

Agustina y Brenda vinieron conmigo. Ambas tendrían unos doce o trece años. Lo supe por su tarea, porque su contextura física era bastante menor. Las dos traían tarea de matemática. Yo, que hacía más de cuatro años no tocaba una calculadora entré en pánico. Ecuaciones simples, potencias, raíz cuadrada. Me convencí que podía y resolvimos todo con la ayuda de otro profe.

Poco a poco las fui conociendo. Supe que Brenda tenía una gemela, Abril, y que siempre las confundían aunque una tiene una cicatriz en la pera. También noté que Agustina tenía una mala relación con sus maestros, aunque se esforzaba por llevar todo hecho.

“Cuando terminen es importante que ayuden a acomodar las cosas o que sigan haciendo algo, porque a veces vienen sin tarea y se ponen a molestar a los demás”, resonaba en mi cabeza cuando no hubo más que hacer. Aún así el tiempo para charlar nos quedó corto. Rápidamente Claudia llevó a todos a una salita para hablar del tema que, según dejó escapar, venía ocupando su mente desde hacía un tiempo.

Así conocí la primera problemática del barrio La Cava. Muchos chicos armaban grupos de Facebook para juntarse y armar barras. Una especie de mafia adolescente en las redes. Las barras se juntaban más tarde para enfrentarse, y los días de pelea, como aquella tarde de mayo, la mitad de los chicos del instituto faltaban a clase.

Supe que uno de los más grandes que asistían al hogar había sido seriamente golpeado por una de las barras enemigas, y que todos los demás chicos vivían con algo de miedo, que ocultaban con dificultad para no sentirse mal.

A partir de ese momento todo cambió. Entendí que este no era un patio de juegos ni una escuelita para hacer la tarea, sino un lugar para que los chicos se expresen, se entiendan, hablen y comprendan. El fin es transmitir que todos tenemos una historia de la que somos autores, y que el giro cómico o el final dramático lo escriben nuestras acciones de todos los días.